miércoles, 7 de febrero de 2024

El hollín rojizo de las minas de San Ignacio

**Este cuento lo publiqué originalmente en el portal Tus Relatos, el 20 de diciembre de 2014**

Juan caminó directo a donde yacía el cuerpo febril y engarrotado de su compadre. Se detuvo y lo volvió a pensar. Nunca había presenciado semejante imagen. Ni el Dengue y otras pestes, que comúnmente azotaban la región, llegaban a poner a un hombre en un estado tan deplorable. Así que, aunque Evaristo había sido su amigo desde muchos años atrás, Juan no pudo evitar sentir un atisbo de repugnancia. “Mejor piénsatelo dos veces, Juan; que, si te acercas, igual y terminas como éste pobre” se dijo a sí mismo. “Piénsatelo dos…” como una voz cauta, brotando de entre su ignorancia campesina. 

En un terrible acceso, el hombre enfermo comenzó a abrir y cerrar la mandíbula, impactando las hileras de dientes. Ojos llenos de sangre. Rugidos. Juan dio un salto hacia atrás. No había creído cuando una vecina le dijo que su compadre estaba realmente mal. Convulsa muerte, pellejo y alma vibrantes. Un salto atrás, y salió corriendo. 

—¡Vuélvete, Juan! ¡Vuélvete! —gritó Evaristo, agitando su robusta cabeza— Vuélvete… que el tiempo, aquí, es como agua lodosa y fluye muy lento… ¡Vuélvete, Juan! ¡Vuélvete con nosotros!

Algunos días después, Juan contaba a los mineros aquella abigarrada experiencia. Les refería sobre los extraños sonidos y los desvaríos del Evaristo, sobre como el diablo parecía salirle por el cogote. Algunos se mostraron incrédulos. 

—Pues… lo van a enterrar mañana —dijo uno de los que se mostraba escéptico ante el insólito relato, como para disipar la ominosa niebla del relato. 

—Sí… todavía había quien lo apreciara— respondió Juan. Sentía la lengua un poco hinchada. 

Algunos mineros se persignaron. Miserable Evaristo. Otros comenzaron a dispersarse. Miserable jornada, entre piedras y negro naranja. Juan se quedó un rato más en solitario, pensando en su compadre. El Evaristo, repugnante, postrado en esa cama roja, y Juan sin poder quitarse mil imágenes de su mente. Ensoñaciones de luz pálida, como muerte, dando rondines sobre el alma infortunada de su amigo. El negro y naranja de las minas; negro que ya empezaba a vociferar tenebrosidades, y un naranja que, de súbito, parecía más infierno. Juan comenzó a toser. 

—¿Qué hay? —exclamó un compañero. 

—¡Nada… nada! —respondió Juan, mientras se limpiaba una lágrima luctuosa. A su alrededor todo se puso más lento y un calor ligero le invadió el cerebro. Se reprendió por ponerse a llorar; tan vergonzoso era que lo vieran, pero no podía detenerse. Sintió un suave mareo y por un momento pensó en irse a tomar la siesta. La sangre seguía escurriéndosele de entre los ojos. “Deja de llorar, Juan, que te están viendo” dijo para sus adentros. Una tos más severa hizo salir una flema rojiza. “¡Estoy bien!” pensó haber dicho. Los otros mineros solo fueron testigos de un sonido gutural.

Alrededor de Juan, las cosas iban cada vez más despacio, como si el mundo estuviera esperando algo; algo tan dormido, tan profundo y olvidado, pero tan implacable, que las vidas de un hombre, dos, o todo un pueblo, no eran más que un mero peldaño.

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